Conformada por la iglesia y la residencia donde habitó el Virrey Liniers, hoy convertida en Museo, esta construcción  constituye una joya histórica que merece ser visitada. 

 Solemne en su construcción y majestuosa en su historia hecha de cal y piedra, la Estancia Jesuítica de Alta Gracia se sitúa en el alma de la ciudad, a 36 kilómetros al sudoeste de Córdoba. Se trata de un monumental conjunto edilicio que resume la huella de los jesuitas por nuestras tierras y sus formas de vida productiva a partir de 1643.

A cientos de años de su construcción, nadie imaginaría que las tierras que en principio sólo concentraban ranchos y cultivos realizados por los aborígenes, hoy constituyen un polo de atracción ineludible para miles de turistas de todo el mundo. Basta con observar la fachada de la construcción desde un rincón de la plaza de la ciudad que se encuentra enfrente, para advertir el acervo cultural y el encanto que transitan por sus galerías.

Propietaria de un estilo barroco que desafiaba la arquitectura de la época, sobre el ala sur del complejo se encuentra la Iglesia, que curiosamente se destaca por ser la única en el país que presenta su fachada sin torres. El templo posee una silueta de curvas interrumpidas y columnas finamente equilibradas, que revelan la influencia de este estilo italiano tardío. En tanto que una espadaña de piedra ubicada en la cúpula central, junto a la sacristía, es la encargada de otorgar distinción y sobriedad.

Cada rincón del interior de la que hoy es la parroquia de la ciudad guarda celoso los vestigios de un pasado cultural que aún se respira en sus paredes. De allí se destacan el retablo del altar mayor con sus columnas salomónicas y el púlpito tallado en madera, ubicado debajo de la bóveda. No menos admiración y encanto genera adentrarse en los muros de piedra desde el pórtico principal de la residencia (actual Museo), donde una vista del patio central, de las seculares galerías y una escalera en doble rampa revela la perfección con que se pensaron cada uno de los espacios. Se trata de la antigua residencia jesuítica del siglo XVII, que integraba el circuito de estancias que solventaban la manutención del Colegio Mayor de Córdoba y que en 1810 fue adquirida por Santiago de Liniers, héroe de la Reconquista y Virrey del Río de la Plata.

Así se mantuvo hasta que diez años más tarde, José Manuel Solares compró la propiedad y se convirtió en el último dueño de la estancia. Si bien en 1941 fue declarada Monumento Histórico Nacional, la residencia fue ocupada por los Lozada, herederos de Solares, hasta 1968. Recién en 1971 se iniciaron las tareas de restauración que permitieron inaugurarla como Museo Nacional Casa del Virrey Liniers, en el corazón del Valle de Paravachasca. Las 17 salas de exposición permanente con que cuenta el Museo en la actualidad permiten recrear a través de maquetas, gráficos, fotografías y hasta ambientaciones de época la vida de los aborígenes y su forma de trabajo durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Estos recintos están ubicados en la planta alta del Museo, donde se encuentran además el Salón Auditorio y la Biblioteca.

La plata baja, por su parte, está destinada a la dirección, el área de información y administración, una sala dedicada a la Estancia de Altagracia, el Almacén Jesuítico que alberga al Área de Servicios Educativos "El Almacén de las Ideas" y la Tienda del Museo.

Fiel a la estructura original que lo vio nacer, el Museo encierra el valor arquitectónico, cultural e histórico del paso de jesuitas, negros, aborígenes, europeos y criollos, cuyas identidades se materializan y cobran vida en el imaginario colectivo, a lo largo del recorrido por la antigua estancia.